Zapatitos viejos

apatitos viejos.
Rosita pisó las piedras con los pies descalzos, las aristas le arañaron robándole un quejido a su pequeño cuerpecito al que ahogó súbitamente. Nunca se quejaba, no quería que su abuelo se preocupase, pero aquellas piedras medio sesgadas cortaban como el más afilado de los cuchillos y devoraban a girones las vetustas vendas que improvisaban un escaso calzado. Lagrimas silenciosas inundaban sus ojitos, las que apartó veloz antes de que se percatase el abuelo de su lamento. Suspiró, aferró con fuerzas los puños en el roído delantal y pidió para sus adentros:”Diosito, zapatitos viejitos no más quiero”.
El tiempo revuelto amenazaba tormenta y aún no les dio tiempo de recoger suficientes piedras que llenasen la cesta para la venta. La aguda tos del abuelo la alertó arrebatándole un gesto de amor y generosidad hacia él, se quitó el pañuelo de sus hombros y lo anudo alrededor del curtido y arrugado cuello, tras un fuerte abrazo, y un beso mientras acariciaba, con su diminuta palma, las pronunciadas canas reanudaron la faena. Volvió a toser, Rosita agarró con fuerza el delantal roído y suplicó para sus adentros: “Diosito, no quiero zapatitos, si no que mi viejito se cure, solo lo tengo a él”.
El aguacero se dio prisa en derramarse, con él precipitaba peligrosamente la gravilla entre las rocas. Rosita sacó de la bolsa que llevaba colgada en la espalda dos plásticos amarillos para cubrirse. No era suficiente, el abuelo negó con la cabeza, cogió a la pequeña en brazos e inició el descenso. Rosita se zafó gritándole que era más importante la cesta de las piedras. La lluvia arreciaba con violencia, ignorando sus palabras se cargó la niña al hombro y bajó por las rocas dejando tras ellos el sustento del día.
En la carrera, una de las hebillas de la chancla quedó enredada en una maya que cubría apuntalando parte del terreno, haciendo que se desplomase junco con Rosita rodando un trecho.
La niña zarandea al hombre inconsciente mientras un reguero de agua y barro se lleva la vida de éste tiñéndose de rojo. Su voz es tan frágil, sus gritos de auxilio apenas se distingue del bullicio de la lluvia. Rosita le pide que la espere que corre a pedir ayuda; se ha roto un bracito pero el dolor por su a abuelo es más angustioso.
Corre, corre pidiendo auxilio, en su carrera desesperada tropieza mira al suelo y se encuentra con unos zapatitos viejos, se agacha los tomas entre las manos y se lo lleva contra el pecho, ¡zapatitos!, grita. Su corazón se estremece, tenía tantas ganas y necesidad de ellos. Casi se los calza, pero cuando iba a brocharse el primero se siente egoísta y los rechaza, se incorpora cierra sus ojos y clama al cielo:”Diosito, no creas que soy desagradecida, zapatitos fue lo que te pedí, pero mejor cura a mi abuelito, yo, puedo andar descalza.”
Prosigue su búsqueda entrado de lleno en un barrizal que se ha formado por el arrastre del caudal. Con el barro por la cintura lucha por avanzar, impotente cierra los ojos y grita: “Diosito no dejes que muera ahora, mi viejito está solo y herido. ¡Déjame que lo salve, después si es tu antojo llévame contigo!...
Viejito ya estoy aquí, yo misma voy a curarte, dice Rosita mientras posa las pequeñas palmas sobre su pecho. Una luz tenue en principio, emerge de sus manos, cálida, envolvente, que va cubriendo el cuerpo del hombre paulatinamente, hasta que una explosión ocasiona un hueco en su vientre por el que se abre paso la corriente de luz.
El hombre moribundo se siente confortado, entrando en una paz profunda a la vez que escucha la cascabelera risa de su nieta. Poco tiempo después la luz va desapareciendo como si se recogiese en sí misma.
Siente como recobra los sentidos, las fuerzas, y lleva sus manos al pecho para agarrar las de ella, pero solo encuentra su ausencia. Se incorpora gritando su nombre, aún sentado en el suelo mira en rededor para hallarla. No entiende nada, un pesar oprime todo su ser; esa luz, ¿qué era esa luz? se pregunta.
Hasta ese momento no había sido consciente de lo sucedido. En busca de su nieta tropieza con unos zapatitos viejos, los toma pensando en Rosita y logra sacarle una sonrisa. Prosigue en su búsqueda hasta llegar un barrizal donde la cabecita inerte de una niña asoma apenas por encima del barro.
Llora con el cuerpecito de Rosita entre sus brazos, le calza los zapatitos viejos, y la mece arrodillado bajo la lluvia. ¡Ya tienes tus zapatitos Rosita! Le dice con una amarga sonrisa.
Del pecho del hombre brota un rayo de luz proyectando la imagen de un ángel antes sus ojos que le dice con voz amorosa: Viejito no llores, siempre estaré contigo. El Diosito fue inmensamente bueno conmigo, curó a mi viejito y me trajo zapatitos.

Dedicado especialmente a todos esos niños que trabajan en la cantera y a todos aquellos que buscan desesperados sobrevivir a un futuro cruel e incierto; al que no tendría que enfrentarse ningún niño.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

A mi estos cuentos siempre me emocionan y acabo con el lagrímón... la dedicatoria, impresionante.
No debería haber "mundos" así...

Un beso. Me alegra un montón volver a leerte.

Max dijo...

Gracias Silvia por tu constante apoyo.

Samantha dijo...

Te ha quedado muy bien, es triste, pero bonito

Calamidad dijo...

Que pena da, pero refleja una triste realidad, esto saque las conciencias. muy bonito

Preste Juan dijo...

¡Qué belleza de cuento! Una maravilla.

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